No crean ustedes que esto de no llamar a las cosas por su nombre, sino por otro que produzca menor rechazo, es un procedimiento característico de estos indolentes tiempos televisivos, tiempos de asesores de imagen y empresas de marketing político. En absoluto. Recuerden, si no, lo que ya decía Plutarco hace unos dos mil años: “Lo que los modernos dicen de los atenienses, de que atenúan los aspectos desagradables, denominándolos con palabras favorables y bonitas, y los disimulan con elegancia, llamando compañeras (hetairas) a las putas (pornas), contribuciones a los impuestos, guardias a los retenes urbanos u hogar a la cárcel, comenzó con Solón”.
Si Plutarco está bien informado, como suele estarlo, el eufemismo de uso político y social habría surgido, pues, al mismo tiempo que los primeros avances democráticos, lo que resulta bastante significativo.
George Orwell, por su parte, analizó el fenómeno del eufemismo político con cierto detenimiento y le dedicó alguna de sus agudas y apasionadas reflexiones: “El lenguaje político –y, con variaciones, ello vale para todos los partidos políticos, desde los conservadores a los anarquistas– está designado para hacer que las mentiras suenen como verdades y que el crimen resulte respetable, dando así apariencia de solidez al mismo viento”.
Esta especie de estafa léxica, que los políticos y otras personas poderosas ponen en circulación para ganar apoyo popular, tiene, sin embargo, una debilidad intrínseca y es su rapidísima devaluación en el mercado de las palabras, lo que obliga a una reposición continua de existencias: una persona sana siempre será una persona sana, pero un enfermo puede ser un paciente (¡y tanto!), un usuario, un cliente y muchas denominaciones más que se van creando a medida que empiezan a cargarse de connotaciones negativas las palabras impostoras y dejan de ser, por lo tanto, útiles.
Un aprobado siempre será un aprobado, pero a un rechazado se le pasa a dejar la nota en suspenso para no traumatizarlo y, cuando esto deja de resultar consolador para alumnos y padres, se le considera insuficiente o, simplemente, no apto.
Hemos puesto dos ejemplos sacados de dos ámbitos (la sanidad, la educación) que no pertenecen a la política, pero en esta última actividad es donde mejor se da el eufemismo y donde alcanza mayores niveles de deshonestidad y de engaño.
A pesar de lo manido del pasaje, es obligado recordar el diálogo de Alicia con Humpty Dumpty: “La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso es todo”.
En efecto, la cuestión es quién manda aquí, porque de él dependerá la capacidad de nombrar o renombrar las cosas.
Como de unas décadas para acá los que mandan en el mundo son los Estados Unidos, no es extraño que recibamos oleadas continuas de eufemismos de aquel país.
Por ejemplo, con motivo de la guerra de Irak, aprendimos que un ataque no justificado es un ataque preventivo, que la labor de espionaje es una recogida de información, que la matanza de inocentes son daños colaterales, que una cárcel es un centro de detención o de confinamiento, que no hay cadáveres sino cuerpos, que los bombardeos no son más que apoyo aéreo, que un régimen amigo nunca es totalitario sino autoritario, que los mercenarios son contratistas, y muchos términos y expresiones más que se han instalado entre nosotros sin que nos hayamos dado cuenta.
Comparen ustedes esta deshonesta farfolla con los términos elegidos por Winston Churchill en su célebre discurso ante los Comunes de 1940: “No tengo nada que ofrecer, salvo sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor. Ante nosotros tenemos muchos, muchos meses de lucha y sufrimiento”.
Comparen, repito, el estilo, el planteamiento y el respeto parlamentario del premier inglés con lo que hemos oído recientemente con motivo de la guerra de Irak y saquen ustedes mismos las conclusiones sobre el uso honesto del lenguaje en la política.
Si de lo que se trata no es del significado de las palabras sino de quién tiene el poder, como sostenía Humpty Dumpty, también en España se dan casos de eufemismos de intencionalidad política: para el Gobierno, las tropas españolas desplegadas en el extranjero son fuerzas de pacificación en misión de paz; para la oposición, se trata de militares españoles en zonas de guerra; cuando el Gobierno hablaba de una fase económica de desaceleración, la oposición diagnosticaba una crisis sin precedentes; para unos, se están ofreciendo soluciones habitacionales; para otros, infraviviendas; lo que para unos es una ampliación de los derechos de las mujeres, para otros es un asesinato de inocentes; la Educación para la Ciudadanía de unos es, según otros, adoctrinamiento ideológico de otros y así sucesivamente.
Así pues, Gobierno y oposición no confrontan solo personas y programas, sino también terminologías, hasta el punto de que se está creando una especie de diglosia; es decir, del uso simultáneo de dos lenguas diferentes, con valoraciones alternativamente positivas o negativas, según el hablante.
En cualquier caso, y para consolarnos, hay que añadir que todo este rifirrafe terminológico de la España de hoy es un juego de niños comparado con la mayor infamia a que llegó el eufemismo político en toda la historia: denominar solución final a la matanza de millones de judíos y otros ciudadanos indefensos.
Pues aunque solo sea por aquel caso abominable, nunca deberíamos bajar la guardia ante el poder de los políticos para manipular la lengua común que nos pertenece a todos los hablantes.